Desconocedores que somos de las obras principales de Andrés Torres Queiruga,
nos reservamos nuestra opinión sobre la ortodoxia o heterodoxia de su
pensamiento; ni siquiera habiendo leído un puñado de artículos y alguna obra menor del reputado
pensador cristiano gallego, consideramos que nuestra opinión al respecto vaya a
ser equilibrada, lúcida, justa, acertada.
Sin embargo, lo que nos preocupa es que el gesto del obispo vasco Iceta,
prohibiendo a Torres Queiruga finalmente ofrecer su conferencia en el Instituto
de Pastoral Diocesano, puede poner de relieve tres “vicios o pecados” muy
comunes entre los obispos católicos, a saber, el autoritarismo, la hipocresía y
el conservadurismo (social, cultural y hasta político y económico).
Ojo: no estamos afirmando que el joven obispo Iceta haya sido autoritario, no;
puede que no lo haya sido, que haya actuado con conciencia libre, limpia,
serena, evangélica… Lo que tratamos de afirmar es que incluso aunque su
actuación con respecto a Torres Queiruga haya sido acertada y justa,
inevitablemente recuerda otras muchas actitudes y actuaciones episcopales
católicas que sí habrán sido tremendamente autoritarias, hipócritas y conservadoras.
Todos somos pecadores, ciertamente -de tan cierto que es, ni que reconocer
esto tendríamos-, pero insistimos: esos tres vicios o pecados típicamente
episcopales siguen estando muy presentes en la Iglesia católica. Siendo así las
cosas, nos cuesta creer que muchos fieles católicos desencantados con la Iglesia
-a menudo, alejados de la práctica sacramental, etcétera- vayan a comenzar a
sentirse interesados por vivir la fe en el seno de una institución que no les
atrae; mejor dicho, muchos de cuyos pastores no atraen en modo alguno y sí todo
lo contrario, repelen más bien.
Cierto que el encuentro del creyente, del buscador de la verdad y de caminos
de sentido para su vida, es con Cristo. Pero no es menos cierto que una vez
acontecido ese encuentro, el encontrarse con una comunidad cristiana de
referencia más o menos evangélica y más o menos autoritaria, más o menos
acogedora o más o menos hipócrita, más o menos militante o más o menos
burocratizante, puede ser determinante a la hora de la maduración personal en la
fe.
Y sin embargo no nos parece a quienes escribimos esta reflexión, como hijos
de la Iglesia que nos creemos, que se estén haciendo muchos esfuerzos por parte
de los jerarcas católicos por presentar al mundo, tan descreído hoy día, un
rostro de la Iglesia samaritano, servicial, evangélico: “Iglesia vestida
solamente de Evangelio y de sandalia”, en bella expresión poética de Pedro
Casaldáliga. En la Iglesia católica actual, vuelven a estar de rabiosa
actualidad los adalides de la misa tridentina, en la que casi siempre los
obispos celebrantes se revisten con ornamentos litúrgicos magníficos, en todo su
esplendor, y hasta con guantes, en claro signo de segregación con relación a los
seglares. Aunque a decir verdad, nada tengo contra los fieles católicos deseosos
de celebrar la Eucaristía según el rito tridentino, solo que suelen ser los partidarios del
rito tridentino o antiguo muy intransigentes con respecto a quienes desean seguir
celebrando la Eucaristía en un tipo de celebraciones menos solemnes, más
comunitarias, más expresadoras de la igualdad radical de todos y todas en
Cristo, como propone la Iglesia con la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II.
Así al menos es como lo vemos nosotros. Y de ahí esta nota para la bitácora Atrio.
Postdata: casi 10 años después de escrita esta nota, me doy cuenta de que entonces yo quería referirme a un hecho eclesial que no entendía del todo bien -hoy día creo entenderlo mejor, no afirmo que bien del todo-, a saber, desde las filas del tradicionalismo más radical se suele considerar que el Novus Ordo Missae es inválido, herético, protestantizante, esto es, es rechazado como ilegítimo y anticatólico.